jueves, 4 de febrero de 2016

Rubén Darío: Mis primeros versos


El próximo sábado, 6 de febrero, se cumplen cien años de la muerte del gran poeta nicaragüense Rubén Darío.

Ese es el motivo por el que me lanzo a reproducir uno de sus cuentos, muy significativo. Tendré que hacerlo en varias entradas. Y aún así será largo. Pero vale la pena porque es muy divertido.

MIS PRIMEROS VERSOS

 Tenía yo catorce años y estudiaba humanidades.
 Un día sentí unos deseos rabiosos de hacer versos, y de enviárselos a una muchacha muy linda, que se había permitido darme calabazas.
 Me encerré en mi cuarto, y allí en la soledad, después de inauditos esfuerzos, condensé como pude, en unas cuantas estrofas, todas las amarguras de mi alma.
 Cuando vi, en una cuartilla de papel, aquellos rengloncitos cortos tan simpáticos; cuando los leí en alta voz y consideré que mi cacumen los había producido, se apoderó de mí una sensación deliciosa de vanidad y orgullo.
 Inmediatamente pensé en publicarlos en La Calavera, único periódico que entonces había, y se los envié al redactor, bajo una cubierta y sin firma.
 Mi objeto era saborear las muchas alabanzas de que sin duda serían objeto, y decir modestamente quién era el autor, cuando mi amor propio se hallara satisfecho.
 Eso fue mi salvación.

 Pocos días después sale el número 5 de La Calavera, y mis versos no aparecen en sus columnas.
 Los publicarán inmediatamente en el número 6, dije para mi capote, y me resigné a esperar porque no había otro remedio.
 Pero ni en el número 6, ni en el 7, ni en el 8, ni en los que siguieron había nada que tuviera apariencia de versos.
 Casi desesperaba ya de que mi primera poesía saliera en letra de molde, cuando caten ustedes que el número 13 de La Calavera, puso colmo a mis deseos.
 Los que no creen en Dios, creen a puño cerrado en cualquier barbaridad; por ejemplo, en que el número 13 es fatídico, precursor de desgracias y mensajero de muerte.
 Yo creo en Dios; pero también creo en la fatalidad del maldito número 13.

 Apenas llegó a mis manos La Calavera, que puse de veinticinco alfileres, me lancé a la calle, con el objeto de recoger elogios, llevando conmigo el famoso número 13.
 A los pocos pasos encuentro a un amigo, con quien entablé el diálogo siguiente:
 - ¿Qué tal, Pepe?
 - Bien, ¿y tú?
 - Perfectamente. Dime, ¿has visto el número 13 de La Calavera?
 - No creo nunca en ese periódico.
 Un jarro de agua fría en la espalda o un buen pisotón en un callo no me hubieran producido una impresión tan desagradable como la que experimenté al oír esas seis palabras.
 Mis ilusiones disminuyeron un cincuenta por ciento, porque a mí se me había figurado que todo el mundo tenía obligación de leer por lo menos el número 13, como era de estricta justicia.
 - Pues bien -repliqué algo amostazado-, aquí tengo el último número y quiero que me des tu opinión acerca de estos versos que a mí me han parecido muy buenos.
 Mi amigo Pepe leyó los versos y el infame se atrevió a decirme que no podían ser peores.
 Tuve impulsos de pegarle una bofetada al insolente que así desconocía el mérito de mi obra; pero me contuve y me tragué la píldora.

 Otro tanto me sucedió con todos aquellos a quienes interrogué sobre el mismo asunto, y no tuve más remedio que confesar de plano... que todos eran unos estúpidos.
 Cansado de probar fortuna en la calle, fui a una casa donde encontré a diez o doce personas de visita. Después del saludo, hice por milésima vez esta pregunta:

 ¿Han visto ustedes el número 13 de La Calavera?

(Continuará)

(En la foto, la Catedral de León -Nicaragua- donde está enterrado el poeta. Y ciudad donde publicó sus primeros versos allá por 1880)


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En Nicaragua, como en otros lugares, cuando uno tiene grandes deseos de contar cosas a los familiares, amigos colegas...y no hay tiempo, trata de resumir anteponiendo ese "para no hacerte largo el cuento". Pero ni así...